El hombre que vivió haciendo siempre lo que quiso

No sabría decir cuántas veces he escuchado a mi abuelo hablar de la muerte. Cientos. Quizás miles.

Cuando era muy pequeño, mis padres compraron una casa sobre plano. La construcción se retrasó muchísimo, la entrega de llaves nunca llegaba, y mi abuelo se pasó años diciendo: “Cuando os vayáis a mudar a la ‘casa nueva’, me habré muerto yo”. He hecho cuentas y creo que hace ya 18 años que, por fin, nos mudamos a aquella casa.

Unos años más tarde, mi prima Verónica se quedó embarazada por primera vez. De nuevo, mi abuelo: “Cuando la prima vaya a dar a luz, me habré muerto yo”. Carla cumplió hace poco 15 años, y su madre, Verónica, tiene ya dos hijos más (tres de los seis bisnietos que mi abuelo ha conocido).

Para sorpresa de nadie, ocurrió lo mismo cuando mi hermano le pidió matrimonio a su novia: “Cuando Tomás se case, me habré muerto yo”. Tomás y Carmen llevan ya seis o siete años casados y mi abuelo, por supuesto, se hinchó a comer en su boda.

Con el tiempo, comenzó a analizar la edad a la que realmente solía morir la gente a su alrededor y, acto seguido, dejó de hacer esos comentarios. Seguramente por miedo. Cada vez que alguien moría en el pueblo, lo primero que mi abuelo preguntaba era la edad del fallecido. Si era más joven que él, así fuesen ochenta y tantos años, esa persona había muerto antes de tiempo. Si, en cambio, el fallecido era mayor que él, en su cabeza empezaba a calcular cuántos años más de vida podrían quedarle. Incluso cuando le presentaba alguna novia mía, les preguntaba si sus abuelos seguían vivos y, en caso negativo, a qué edad murieron.

 

No sabría decir qué edad tenía mi abuelo aquí ni por qué motivo se hizo esta foto, pero el atractivo es espectacular.

El único progenitor de la familia con ese color de ojos, el cual hemos heredado el 100% de sus nietos y la mitad de sus bisnietos.

 

Creo que a mi abuelo le daba tanto miedo la muerte porque, aunque siempre hizo lo que quiso, tardó muchos años en vivir una vida feliz. De vez en cuando, hablaba de todas la penurias que había pasado en su juventud: el hambre, el miedo, la pobreza… me contó que bebía agua de los charcos cuando llovía, que su madre hacía sopas con gorriones o incluso que, durante la guerra, no dejaban que se escapara vivo un gato de los que pasaban por la calle.

Cuando tenía nueve años, la Guardia Civil entró a su casa y se llevó a rastras a su padre, militante anarquista de la CNT. “No llores, que enseguida vuelvo”, le dijo mientras lo metían en el furgón.

Nunca volvió.

De un día para otro, su familia se quedó sin la única fuente de ingresos que tenían (que ya de por sí eran escasos). Su madre, que como tantas mujeres de la época nunca había trabajado, pasó a ser señalada por ser “la mujer de un rojo”, teniendo varias bocas que alimentar en casa.

Cerca de donde ellos vivían, un vecino tenía una finca con huerto y algunos animales. Mi abuelo y su hermano solían esconderse tras un muro, esperando a que los cerdos recibieran su comida diaria —la mayoría, sobras y desperdicios— para intentar robarla y poder comer algo ese día. Un día, mi abuelo saltó la verja del huerto y trató de arrancar una fruta de un árbol. El dueño lo pilló infraganti y le preguntó qué hacía; “Me manda mi madre, para tener algo que comer hoy”, respondió. Desde ese día, mi abuelo comenzó a comer caliente con más frecuencia. Y, con el tiempo, aquel hombre que lo sorprendió robando se convirtió en su suegro, su hija pasó a ser mi abuela, y aquel huerto en el que alguna vez tuvo que colarse para comer, pasó a ser, para siempre, ‘el huerto del abuelo’.

 

Cuando mi abuelo no estaba en el bar, solía estar así: tomando ‘el fresco’ frente a su casa, sentado en su silla favorita, con el bastón, el matamoscas, las piernas cruzadas y la camisa medio abierta.

El verano pasado, el club de pensionistas del pueblo le dio el reconocimiento de miembro más anciano de la asociación. Literalmente, mi abuelo se convirtió en el viejo más viejo del pueblo.

 

—Álvaro, yo creo que ya he llegado donde tenía que llegar —me dijo la última vez que nos vimos.

—Tú algún día nos vas a enterrar a todos —le respondí. Y no te lo vas a creer pero por poco lo consigue.

Perico vivió 94 años y medio haciendo siempre lo que quiso, absolutamente y sin excepción ninguna. Comió tocino, bebió vino y fumó tabaco todo lo que le dio la gana, y quien se atreviera a llevarle la contraria no sabía la que le esperaba (o igual sí, y por eso pocos lo hacían). Un eterno adolescente contra el status quo que cuanto más estricta era la norma, más atractiva le resultaba romperla. Dudo que mi abuelo supiese lo que era el hedonismo, pero jamás conocí un hedonista mayor que él. El tío más burro y cabezón que podías imaginarte, pero que siempre lloraba a escondidas en todas las despedidas.

Gracias por construir un columpio para tus nietos cuando éramos niños, por avisarme cada vez que hacías una hoguera con ramas secas en el huerto (sabías que me encantaba quedarme horas y horas mirando el fuego) y por llevarme de paseo en tu Vespino cuando aún no sabía casi ni atarme los zapatos. Nunca le conté a mi madre que un día nos caímos.

Que la tierra te sea leve, abuelo, aunque yo creo que te hemos visto en peores.

Y, como siempre te pido, pórtate bien.

 

Mis abuelos, hace unos años, en ‘el huerto del abuelo’.

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