El momento más feliz de mi vida
Hace un tiempo me crucé en Twitter un clip de un chaval (no mayor de 13 ó 14 años) que hacía directo en Twitch jugando a videojuegos con su abuela. Pensé que no era consciente del documento que estaba recogiendo para la posteridad, y que ojalá lo guardase bien. Cuando yo era niño y pese a haber tenido una relación muy estrecha y cercana con mi abuela, ninguno pensamos en lo genial que sería tomar fotos o vídeos de aquellas tardes o momentos juntos. Era algo a lo que no acostumbrábamos en los noventa.
Hace poco una persona me preguntó cuál había sido el momento más feliz de mi vida. Realmente no sé si esperaba que le mencionase un día concreto, un viaje, una experiencia de esas que haces sólo una vez en la vida o algo similar… pero mi cabeza automáticamente se fue a los domingos de mi infancia, a los domingos de cuando era niño. Concretamente, a los domingos a la hora de comer.
Me considero una persona muy afortunada. Desde los dieciséis años he trabajado en lo que me gusta, ininterrumpidamente. Vivo en mi ciudad favorita del mundo por puro placer (porque realmente podría vivir en cualquier otro lugar y seguir trabajando de lo mismo). Tengo un grupo de amigos fieles y cercanos y de bastante calidad. He ido a conciertos de todos mis grupos favoritos, a eventos de mis deportes preferidos, he viajado, he vivido experiencias inolvidables y no me he dejado por probar un sólo restaurante que me haya llamado la atención. Sería fácil encontrar candidatos para ese “momento más feliz de mi vida” simplemente en los últimos 5 ó 6 años de la misma, pero sería faltar a la verdad.
Cuando yo era niño, mis padres no tenían que hablar previamente con mis tíos ni mis abuelos para acordar cuándo y dónde quedar para comer cada semana, todos juntos. Sencillamente, todos sabían que los domingos, poco antes de las dos de la tarde, había que estar en Los Romeras.
Los Romeras es la finca de mis abuelos, que a su vez habían heredado de los padres de mi abuela. Cada domingo a la misma hora y durante décadas, mi abuela (la misma que ahora mismo no puede caminar sin ayuda y emplea su día a día en mirar por la ventana) preparaba, de pie y un poco encorvada, un arroz a la leña para toda la familia. Y yo, sin saberlo entonces, estaba viviendo el momento más feliz de mi vida.
Puedo entender como “momento feliz” el haber disfrutado de una experiencia inolvidable con tu pareja, haberte reído mucho junto a un viejo amigo o cumplir un hito vital que llevabas años luchando. Me pongo a pensar y tengo la suerte de poder anotar varios puntos que encajen en esta lista. Pero, con el tiempo, he ido comprendiendo que la felicidad absoluta sólo es posible ante la total falta de preocupación.
Cuando tenía seis u ocho años no había ningún tema en el mundo que me preocupase. No existía un alquiler ni facturas que pagar, no había deadlines que cumplir en el trabajo ni tampoco había tenido problemas con relaciones, amigos o familiares. No me preocupaba mi físico, ni el medio ambiente, ni la situación política de ningún territorio. Simplemente era el hijo menor de una familia unida y amable, cuya abuela recogía cada día del colegio y que pasaba las tardes jugando en la calle con sus amigos o viendo con su hermano sus dibujos favoritos en la tele. Pero cuando pienso en mi infancia, la imagen que se me viene a la cabeza irremediablemente soy yo en ese patio de más arriba, jugando con mi hermano y con mis primas, mientras el olor del arroz y la madera quemada prácticamente llegaba al salón donde los adultos discutían temas que para nada podían importarme menos en ese momento.
Cuando eres adulto tienes que ganarte aquello que quieres ser. Muy pocas cosas (o para muy poca gente) vienen regaladas en esta vida. En cambio, cuando eres niño, puedes ser lo que te de la gana (y lo disfrutas como si fuese de verdad). Yo de pequeño fui piloto de Fórmula 1, jugador de baloncesto, bombero, militar, piloto de aviones y agente secreto, entre otras muchas cosas.
Para imaginar todos estos universos y explotarlos durante horas no requería de demasiadas herramientas: a veces sólo eran necesarios unos cuántos Hot Wheels, otras veces un par de Action Man, y, durante una época, solamente un balón de baloncesto marca Spalding que alguien (no recuerdo quién) me regaló en algún momento. Te prometo que cuando tiraba a canasta, veía la pelota a cámara lenta y con banda sonora de fondo, como si se tratase del triple más increíble que nadie había presenciado jamás.
De todos los oficios que por aquel entonces en mi cabeza desempeñé, mi favorito era el de piloto de submarino (parece que la palabra correcta para denominar al que ostenta este cargo es “contramaestre”). La embarcación en concreto no era más que la mesa de la cocina de Los Romeras, entre cuyas patas podía pasarme horas navegando a cientos de metros de profundidad. Bastaba con sentarse encaramado bajo ese tablero (con toda la flexibilidad y energía que hoy me falta) para poder palpar con mis manos las decenas de botones y palancas del cuadro de mando de la nave o contemplar las ballenas, medusas y tiburones a través de los cristales de la misma.
Ojalá hoy en día contar con la misma creatividad que ese niño que un día miró una mesa y vio en su lugar un submarino.
Mi prima Pilar, la más cercana a mí en cuanto a edad, tampoco se quedaba atrás si hablamos de creatividad. Se sentaba en el escalón que había poco más a la derecha de la mesa y, utilizando como arpa la rejilla de la puerta que comunicaba la cocina con el patio, decía que era una sirena. De vez en cuando y a través de los cristales de mi submarino, podía verla nadar por el fondo del océano mientras cantaba acompañada por la música de ese instrumento.
Mi familia era una familia pequeña. Muchos de mis amigos y conocidos tienen decenas de tíos, primos y varios hermanos. Reconozco que no los envidio. Solamente tengo un hermano, y a su vez, tanto mi padre como mi madre tuvieron solamente una hermana cada uno. Éstas tías me dieron una prima por parte de padre y dos primas por parte de madre, con las que cada domingo comía arroz en la finca de mis abuelos.
No sé lo que es crecer en una familia más grande y desconozco sus beneficios (si los tiene), pero al mismo tiempo, tampoco sé lo que es llevarte peor con una parte de tu familia que con la otra o tener mejor relación con unos miembros que con otros.
El motivo de escribir este post ahora, incluso quizás diría hoy, se debe a que ayer mis abuelos (de 93 y 89 años) vendieron Los Romeras, esa finca que me ha dado a mí (y posiblemente a más miembros de mi familia) el momento más feliz de mi vida.
Desde hoy, ese espacio pertenece a otras personas, a otra familia.
La semana pasada, aprovechando que había ido a visitar a mis padres unos días, decidí dar un paseo por la casa y el huerto, en cierto modo para despedirme de este espacio. Hace muchos años que mis abuelos, por motivos de salud, no viven allí y por lo tanto yo llevaba bastante tiempo sin pisar ese suelo. Tanto que los techos me parecieron más bajos, los muebles más pequeños y en lugar de un submarino, había una mesa.